Juan José Hoyos | Reinaldo Spitaletta | Luis Delgado | Manuel Muñoz Uribe
Jesús María Dapena | Adonaís Jaramillo | José Luis Garcés González.
Timbres para el fantasma Vidales
Era un fantasma. Y ahora “está estrenando cadáver”. La última y única vez que lo vi, hace seis años (en 1984), olía a praderas, a sudor caballuno y a musgo. Iba metido en un vestido de paño oscuro y portaba, a manera de serpiente en su cuello, una corbata a rayas lilas. Era este el color de sus preferencias, según contestó una vez en el célebre Cuestionario Proust. Tenía el rostro rosado (como el de esos muñecos de caucho, cosas de antes, extinguidas). Vital. Sin arrugas suficientes para denotar sus ochenta años. En uno de sus dedos, un anillo plateado, con una letra y dos números: B-52. Era un aro fabricado con los restos de uno de los bombarderos norteamericanos que arrojaron muerte a Vietnam. Los vietnamitas los derribaban con más imaginación que fuerza logística, y fabricaban con sus alerones pulseritas, aretes y anillos como el que el poeta llevaba en aquel momento.
En Colombia, casi siempre fue un fantasma. Tenía más figura terrenal en el exterior. Suele suceder así. Sus poesías, enormes en su brevedad, más conocidas y celebradas afuera. Nada raro. Es más: en sus albores espléndidos, años veinte, país aldeano y borreguil, sus sonoros timbres, su voz honda, irreverente, todo ese conjunto nuevo fue abominado por la crema bogotana. No podía resistir ese grupo de mariconcitos virreinales cosas como estas: “Por medio de los microscopios / los microbios / observan a los sabios”. La caterva puritana de entonces se negaba a creer que, bajo los vestidos, las mujeres iban desnudas. Eso advertía el fantasmagórico vate.
Fue un fantasma viajero. Europa. Sudamérica. Cuba. Golondrina. Arriero de la poesía. En Río Azul, Calarcá, vio las primeras luces y sombras del mundo. De la cordillera Central tomó ese olor montaraz que siempre emanaba. Nació el día de Santa Ana. Pero el azar lo salvó de que el cura lo bautizara con el nombre del santo de turno. El masculino de Ana no encajaba. Su cuerpo no creció. Su corazón, sí. Y mucho. Sus 1.62 metros de estatura eran suficiente para vivir y pensar y crear. Su poesía tenía más altura que él. “No llueve. La poltrona / me da la sensación / de que estoy sentado / sobre una mujer acurrucada”.
En 1921 (tenía entonces 17 años) era un muchacho que escribía sonetos. Un tocayo suyo, Luis Tejada, el comunista, el cronista, el de las Gotas de tinta, lo descubrió en el bogotanísimo café Widsor. “Yo rompí la retórica por la influencia de Tejada, por ese hombre que fue el fundador del primer grupo comunista en Colombia y que me publicó algunos trabajos en el periódico El Sol. Un día llegué al Widsor y leí mi Poema a la Música. Entonces Tejada se paró sobre una mesa y dijo: ‘Todo el mundo a descubrirse, acaba de nacer un gran poeta en Colombia”, me contó en un reportaje.
No era extraño que ese fantasmita a los 17 años escribiera tan bien. Y que a sus 22, causara estrépito con su revolucionaria obra Suenan timbres. Es que había nacido para eso. Pero también se había hecho. Mamá Giliana, una negra alta y sarmentosa, que había sido esclava de la bisabuela de él, le contaba en Calarcá historias fabulosas al chicuelo que, con el tiempo, llegaría a ser uno de los más importantes poetas de Colombia. Ese mismo pibecito a los cinco años escribía sentencias de los filósofos griegos y latinos que escuchaba recitar a su padre. Y a los doce, escribiría una novela, que nadie jamás leerá porque ya no existe. Se llamaba El rapto de Isabel.
Ese fantasma era un maestro del humor. Por su aspecto provincial fue rey de burlas de los señoritos y señoritas encumbrados de la aldeana Bogotá de los años veinte. “Me jodían mucho. Por la calle 20 había una chica que, al verme, siempre se reía de mí. Entonces me dije: voy a desquitarme. Y una noche, cuando ella estaba asomada a la ventana, saqué el pingo y me oriné frente a ella”. Y mientras el chorro calentaba la tierra, el montañero le recitaba a la bella: “Tierno como el señor de los hisopos / meo hacia el cielo oscuro muy lejos y muy alto / con venia y beneplácito de los heliotropos”.
Ese fantasma, que escribía poemas mientras dormía, que jamás se consideró surrealista sino “calarqueñista”, rey de la jitanjáfora (Al siqué miriso nora; / beterente y ura siro; / si quelín olén acora, / en turuiles ove niro), ese fantasma, digo, también probó las sales de las cárceles. Incluso estuvo preso en las melancólicamente célebres caballerizas de Usaquén, en las que casi convence a un general del ejército para que se tornara comunista. Eran los tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala. Ese volátil hombre (algo de Villon, algo de Rimbaud) supo en su honda sabiduría que los ríos no se ahogan porque no sepan nadar. El fantasma se ha ido para quedarse. Ese fantasma que ahora estrena cadáver se llamaba, simplemente, Luis Vidales, autor del vanguardista poemario Suenan Timbres.
(Junio 1990)
(Del libro Escritores en la jarra, Editorial UPB, 2014)
P.D. En el nuevo billete de cien mil pesos debía ir la efigie de Luis Vidales (va un poema suyo sobre las palmas del Quindío).
(Se publica con autorización expresa del autor.)