22. Juan Fernando Uribe Duque

Cuento | Poesía | Teatro | Libro | Para escritores

Juan Fernando Uribe Duque | Sonia Emilce García Sánchez

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Juan Fernando Uribe Duque, Medellín 1953. Médico de la Universidad de Antioquia, actualmente en uso de buen retiro. Aficionado a la música, al deporte y a la literatura. Sapoteador crónico de todo lo que le provoque placer, en especial de la poesía, el tango y el buen rocanrol. Tiene épocas en que escribe y ha guardado, hasta ahora, toda su obra en el anonimato de los cajones. Actualmente dirige una banda tributo a la música de los Beatles. Cuentos publicados en Inicio de obra. Cuentos y crónicas. (Publicación colectiva.  Editorial La Banda. ISBN: 978-958-8483-29-0).

Cuando el terror ataca

El primer estallido nos sorprendió mientras veíamos la televisión. El segundo fue más intenso y más cercano. No parecía ningún juego pirotécnico o alguna travesura de un adolescente decembrino despertando alcantarillas con las consabidas papeletas.

Lina me miró y se acercó más a mí cubriéndose con la cobija.

Habíamos llegado de la finca al caer la noche, y a eso de las ocho estábamos acostados abriendo las puertas a un delicioso sueño de domingo.

De nuevo se escuchó otro estruendo antecedido por un silbido que cruzó muy cercano al edificio; se diría que campeaba por los jardines algún viejo manipulador de equivocadas pirotecnias, pero no se escuchaban exclamaciones ni gritos de asombro, tampoco arengas de narcotraficantes despotricando del gobierno, como sucedió cuando en los días de posesión del presidente Gaviria, la policía hacía simulacros de posibles tomas armadas por parte de la mafia.

Lina se aferró a mí y noté que su respiración empezaba a acelerarse y sus manos se tornaban frías.

Santiago, de escasos siete años, quien compartía con nosotros la cobija, preguntó asustado:

-Papi, ¿qué serán esas explosiones?

Lina seguía en silencio buscando cada vez más el calor de mi cuerpo.

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Un silbido y un trueno explotaron muy cercanos, seguidos de una ráfaga de pequeños estallidos continuos. No hubo un resplandor ni otro sonido, todo era silencio después de la conmoción.

Otro estallido y otra ráfaga y un silbido cruzando la noche para terminar en una explosión más fuerte… silencio y de nuevo otro estremecimiento.

De repente, un miedo insípido me invadió:

-¡Es un ataque guerrillero! exclamé apartando las cobijas bruscamente.

Lina no me miró; como una loca dio un salto y trató con desespero de esconderse debajo de la cama sin lograrlo, pues su carnuda caderita que tanto he querido, no le permitía el paso del cuerpo por tan pequeñas dimensiones. Angustiada, tomó con fuerza de la mano a Santiago, y juntos, gimiendo, se escondieron en el vestier del baño contiguo a nuestra alcoba.

Yo parado frente al televisor, observaba el inusitado cuadro de pánico de mi familia.

-Es la guerrilla, pensaba, es un ataque contra Envigado, justamente este domingo… pero ¿Qué iríamos a hacer? ¿Cómo protegernos?

Las explosiones se oían cada vez más cercanas y el miedo ya rayaba en terror, cuando esperé que los muros del edificio se estremecieran y empezaran a caer.

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-¿Qué hacer, por Dios? Nos quedaríamos sin nuestro querido apartamento, el que con tanto esfuerzo habíamos conseguido y adornado; perderíamos todos los muebles, la cama deliciosa testigo de todos nuestros cuchicheos, los libros, mis guitarras, toda la ropa, los juguetes del niño, sus trofeos, sus medallas, el osito de sus mimos, todos aquellos protagonistas de su primera infancia risueña, las fotos que de él teníamos en el vestíer disfrazado de liebre con unas peludas y largas orejotas y esa sonrisa hermosa de cachetes brillantes …

Lina y Santiago fundidos en un abrazo salieron del vestier contrahechos para acurrucarse después debajo de la ducha a esperar lo peor. El vestier era incómodo y allí el niño empezó a llorar y sus ojos antes cordiales mientras veían la televisión, eran ahora dos lamparitas llenas de lágrimas y terror.

-¡No, en el baño no!- grité – pues es lo primero que se derrumba.

-Parémonos debajo de un marco metálico que son los únicos que aguantan…¡vamos!

Pero mi familia no emitía sonidos. Lina temblaba y abrazada a su hijo, me miraba con gesto de súplica, como queriendo decir  “protégenos amor mío para morir juntos, juntos en nuestro hogar, juntos con nuestro hijito, juntos mi vida, como hemos estado en estos veinte años, amándonos como dos almas gemelas, como dos ángeles que han compartido el mismo cielo, juntos, tú y yo…”.

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Un estruendo se escuchó muy cercano e hizo estremecer los ventanales de la alcoba.

-¡Papppiii!, gritó Santiago, ¡nos vamos a morir!

-Tranquilicémonos que el edificio es fuerte y resistirá – exclamé en un automático destello de valor.

Pensaba en la reconstrucción, en lo costosa y difícil que sería. En caso de que se generara un incendio ya no habría ninguna solución y me condolía por no haberle comprado el seguro contra asonada a la loca de Filomena Ortiz, mi asesora, cuando me suplicaba que le adquiriera esa póliza, que “ con seguridad no te vas a arrepentir “. En la empresa donde trabajábamos no existían pólizas que ampararan pérdida de vivienda generada por desastres de orden público y ya la guerrilla quería destruir nuestro hogar; no contentos con los secuestros y con las tomas a los pueblitos desprotegidos, ahora querían acabar con Envigado.

Pero, ¿por qué ese día?, ¿por qué no había respuesta del ejército ante semejante violencia? ¿por qué no se veían resplandores de guerra, ni el edificio se venía abajo como lo sugería la cercanía y la contundencia del ataque?. A juzgar por los estruendos que producían, las armas deberían ser las más poderosas y destructivas: Obuses, rockets, bombas, tanquetas con morteros, lanzallamas, comandos de asalto enmascarados, ejércitos escondidos en las cañadas, tal vez por los lados de La Ayurá, antigua fuente de fertilidad, en donde una tatarabuela obtuvo la magia de parir treinta y tres Uribes, todos loquitos y amantes del usufructo.

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Ahora se sentían cada vez más cercanas a las paredes del edificio las explosiones y el acoso del tronar de los detonantes, todo ese salvajismo de la dinamita y la pólvora, unidos en un canto al terror y la barbarie.

Recuerdo los diálogos fallidos del jefe guerrillero y el presidente de bigotito, el otrora adolescente de fiestecitas rosa en los jardines de palacio cuando era un delfín rocanrolero. ¡No concretar una tregua, no haber podido llegar a un acuerdo definitivo, y ahora nosotros, justamente los de este vecindario, los de mi edificio, los vecinos, ancianos, solteronas y niños de mi copropiedad, sufriendo el desalmado resultado de la falta de cordura y el desatino!

Desesperado, me pongo una pantaloneta para cubrir mi desnudez, una camiseta y un par de tenis, para estar listo a recoger los despojos de mi hogar y proteger a mi familia. Tomo mi cobija y me dirijo al baño donde yacen, entre temblores y gemidos, Lina y Santiago fundidos en un único abrazo de amor y tragedia. Los cubro procurando disipar el frío del miedo, y me agacho abrazándolos esperando que ya los muros inicien su desplome y que el ataque vaya disminuyendo en intensidad.

¿En dónde estará el ejército? ¿En dónde la policía? ¿Por qué no se escuchan sirenas, ni hay algarabía?

Un destello color naranja invade la alcoba seguido de una explosión sorda y de otros impactos menores.

Los tres nos miramos y nos abrazamos escuchando nuestras respiraciones desesperadas y enjugando con las frentes unidas, un sudor salado y triste.

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-Guguis- musita Lina sollozando.

-Tranquila gordita que ya todo va a acabar- le digo -. Es imposible que tengan tantas armas. Esperemos que se les agote la munición… pobre país – exhalé – lo están destruyendo estos malditos.

-Gordis, te adoro – gemía mi esposa.

-Papi, ¿nos vamos a morir? de nuevo me pregunta Santiago.

-No gordo, tranquilo que vamos a resistir…aquí estamos protegidos… aquí en nuestra casita… esperemos que ya todo va a terminar…

Albergué una esperanza cuando hubo un instante en que el ataque cesó y las explosiones se hacían más distantes.

Una fresca brisa de repente empezó a penetrar en la habitación trayendo consigo un nuevo aliento de vida.

No sentía voces. No había arengas ni desespero. El barrio estaba en silencio, tal vez destruido, las hermosas casas de los vecinos y la guardería, posiblemente en ruinas. Suponía a los vigilantes de la portería asesinados o tal vez escondidos ateridos de pánico como nosotros. Y los vecinos del apartamento, aquellos dos venerables y huraños ancianos… pobrecillos, ya no tendrían pretextos para desconfiar de la administradora, ni deseos de reprender por nimiedades al empleado del aseo.

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Mi vecina, recién casada, ya no exhibiría seductora sus curvas ante los vigilantes atónitos, ni tampoco pasearía su perrito entre saluditos y sonrisitas ingenuas. La familia del 202 ya no saldría junta para la finca, ni los niños del 201 invitarían a mi hijo a jugar un partido de fútbol en el patio circundante.

¡Reconstruiríamos el edificio a como diera lugar!

No nos dejaríamos arrebatar nuestros hogares y si a la guerrilla le gustaba destruir pueblos y dejar sin techo a los ciudadanos honorables y trabajadores, a los que construimos con nuestra labor silenciosa y honesta un país mejor, también estábamos dispuestos a combatirlos y por qué no, a entregar la vida para proteger lo nuestro, lo que nos había sido legado, lo que con tanto amor habíamos conseguido.

Las explosiones cesaron. Ese vientecito fresco seguía invadiendo con el perfume de la noche, la alcoba. Curiosamente, el alumbrado eléctrico no había sucumbido ante el ataque y la líneas de conducción se divisaban intactas a través de la ventana. Las copas de las palmeras contiguas al jardín del frente, mecían sus hojas produciendo un agradable sonido de playas desoladas.

Me incorporé, dejando en la piel de mis amados, un salobre sabor de miedo.

-Mi amor ¿a dónde vas?, preguntó Lina agotada, acariciando la cabeza de su hijo.

-Voy a ver qué fue lo que quedó- le respondí dándome un aliento de valentía y resignación.

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Me dirigí a la ventana de la alcoba ajustándome la pantaloneta y me dispuse con una triste incertidumbre, a observar lo que todavía ni imaginaba; tal vez una calle humeante, casas destruidas, gritos, sollozos, familias enteras sin hogar, sin un techo donde vivir…

Las escenas de horror de la segunda guerra mundial vinieron a mi mente y recordé la destrucción que provocó el bombardeo aliado sobre las ciudades alemanas. Al menos mi alcoba estaba intacta, quizá el apartamento no había sufrido daños.

Con sigilo, muy despacio, me acerqué a la ventana y haciendo a un lado los pliegues a medio correr de la cortina, di una primera mirada al exterior: la palma se mecía con el viento y el cielo estaba limpio, pero sin estrellas.

Me asomé con más determinación para divisar la calle y me encontré con la mirada del vigilante que desde la caseta de la portería, me preguntó sonriente:

-Doctor ¿le gustaron los juegos pirotécnicos con que inauguraron el supermercado de Carrefour?