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Edwin Rendón | Álvaro Múnera
Álvaro Múnera: Bello, 10 de septiembre de 1964. Poeta, conductor de servicio público en el municipio de Bello, donde reside.
Bachiller del Liceo Corporativo Andrés Bello.
Obra publicada: Veredicto. Inédita: Ocaso.
Poesía publicada en revistas, suplementos literarios y en la web, revista Suenan timbres, Bogotá; revista La ciudad, Cali; Gotas de tinta, Medellín.
Lectura de poemas en el auditorio de Bellas Artes, Cali; Teatro Vive, Palmira; Gotas de tinta, segunda tertulia, 2011.
Libro (Veredicto) presentado en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, en el Auditorio de la Torre de la Memoria, el 7 de noviembre 2012.
Punto de encuentro
Quién, en algún momento de su vida, no ha tenido una cita: de negocios, de amor,
de despedidas, también de perdones, de conquista, de infidelidad, una cita clandestina.
En fin, por múltiples razones; pero en cada una de ellas existe algo en común,
un punto de encuentro. En uno de estos estoy yo, es mi sitio de trabajo, mí día a día,
el lugar donde trato de encontrar mis sueños, mis ilusiones.
Vestido de negro, con mi rostro refugiado en una máscara de color blanco que representa una esperanza, sus dos lagrimones rojos las injusticias de la vida y mis labios oscuros,
manchados por el silencio que nos obligan, mi vida transcurre silente, entre la burla
y el remedo, en posiciones fingidas, semejando los cuerpos curvos, el caminar sin ritmo
del transeúnte desprevenido, que se ríe de sí mismo, cuando se da cuenta que por un MIMO ha sido perseguido.
Hago una pausa en mi acto central del rebusque callejero,
sentado en las escalerillas que señalan el camino al atrio de la iglesia,
aturdido por el fuerte sonar del campanario que hace el llamado a misa de seis,
hora en la que los feligreses convierten sus pecados en falsos arrepentimientos
y en estúpidos golpes de pecho.
Con mi sombrero en la mano, tímido y con incertidumbre, miro dentro de él,
la cantidad de monedas que los asistentes casuales han dejado,
como pago a un instante de sonrisas que la vida les ha brindado.
A mi alrededor, observo a un grupo de palomas jugueteando, cantando, bailando,
es un hermoso ritual que hacen a un hombre cubierto de soles, quien montado
en su caballo, inmerso en su quietud, inerte, ignora por completo la fiesta
que hacen en su honor, dicen los que saben que fue nuestro libertador, ¿libertador?
A sus pies, o más bien, en las patas del caballo; recostada en la placa de mármol que hace referencia “in memóriam” a este personaje, se encuentra una mujer, que en su ansiedad espera, no sé qué ni a quién, sólo sé que espera.
El paso de los minutos le hace impaciente y como si quisiera detener el tiempo
mira hacia el reloj de la iglesia y se da cuenta que sus manecillas han sido víctimas del óxido producido por el paso inclemente de los años; no teniendo otra opción,
un poco tímida, se acerca a un grupo de hombres unidos en su tertulia y en voz baja pregunta:
¿Señores me pueden decir la hora?
José, uno de ellos, responde: son las seis,
para Camilo, van a ser,
para Juan, son pasadas,
para Carlos, faltan diez.
Se aleja en silencio, seguramente ante estas respuestas
seguirá con su misma ansiedad.
Ha llegado la noche y con ella, mi amante luna
se convierte en cómplice y guardián de mi regreso a casa;
en su compañía me acerco a la fuente que con sus luces de colores
ha iluminado las alegrías y las tristezas de aquéllos, que en este punto de encuentro
han esperado, han abrazado, o han extrañado a alguien.
Me inclino ante sus aguas, lavo mi rostro y poco a poco en
su reflejo, descubro mi propia realidad: mi vestido negro no es un disfraz,
es mi único vestido. El blanco de mi rostro, es fruto de la palidez por el sufrimiento
y los vaivenes de la vida. Mis lágrimas no son ungidas, son lágrimas de sangre
que siento descender por mis mejillas. Mis labios, sí están manchados por el cigarrillo,
el licor y también por su beso de despedida.
Mi andar es lento, no es remedo, no es parodia, es el ritmo de mi propia vida
que deambula por las calles de la gran ciudad, por esta selva de cemento.
Me detengo al final de la calle en el cruce peatonal, unos vienen, unos van,
Otros buscan su sustento.
En frente de mí, en lo alto, un aviso luminoso prende y apaga en su mensaje
una frase que decía… “La chispa de la vida” y abajo, en la calle, un hombre viejo,
quizás sin ilusiones, tarareaba una canción:
“Tanto que lucho,
tanto que trabajo,
y mi vida es un carajo”.
A mi lado, en la luz del semáforo, un muñeco verde corría, saltaba,
y otro de color rojo me jugueteaba a ser estatua y quieto se quedaba.
Miro hacia atrás, qué ironías de la vida, un mimo me remeda el caminar lento
y de mi rostro la melancolía, con su mano abierta una moneda pedía.
Le miro, en él yo me veía, busco en mis bolsillos, ni para él ni para mí,
las monedas alcanzarían, sonrío, sigo mi camino y dentro de mí pensaba,
este mundo real sí es un mundo loco, loco.
Me alejo de la gran ciudad, me adentro en el silencio del campo,
la dormidera abre sus ojos, la rosa cambia de color del blanco al rojo,
me saludan, el grillo, la luciérnaga con su luz y el sapo con su salto alto.
Al llegar al rancho encuentro a mis hijos: María José, Carlitos, Miguel
y a mi madre, Kika, pues mi mujer me abandonó; se cumplen seis meses
de su partida.
María José
corre con las manos extendidas,
por fin llegaste,
vamos a tener comida.
Miguel
salta alborotado,
papi, papi
por qué te demoraste,
quisiera ver los zapatos
que sin duda me compraste.
A Carlitos no veía,
a su cuarto fui a encontrarle,
estaba dormido,
cuarenta de fiebre,
a su médico fui a buscarle.
Esta es mi realidad,
el día estuvo pesado,
mañana regreso al parque
donde el MIMO
ha quedado.
Misiva
Yacen cuerpos…
sobre bestias enjalmadas.
Yacen cuerpos…
sobre aceras empinadas.
Yacen cuerpos…
sobre tierras olvidadas.
¡No más guerras!
¡no más muertos!.
Divagamos en laberintos de abandono,
tapizados de orfandad, de ataúdes;
de pútridos huesos ofrecidos al sol
y a las entrañas de la tierra madre.
¡No más guerras!
¡no más muertos!.
Se han esfumado sueños…
a través de grietas lastimeras en el alma
y de luchas infructuosas;
de angustias encriptadas en el tiempo,
cubiertas con analogías y falacias
y charcos rojos dejados en plazas,
en calles,
en huertos.
¡No más guerras!
¡no más muertos!.
La princesa y el hechicero
En los jardines del palacio;
Tendido un tapiz de helechos y de hierbas frescas;
tulipanes blancos, camelias
y el musitar del hechicero en el eco de un cántaro…
vacío:
“Princesa mía de ojos carmel y cabellos dorados;
bajo este cielo de lunas podría: hechizarte,
enamorarte con épicas historias de amor
en versos de drama, poesía y canto.
Levitar contigo a través de mundos imaginarios
y dibujarte en páginas de pergamino
los sagrados misterios…de la naturaleza.
Agotaría pócimas, pensamientos y palabras;
hasta crearte un castillo de hipocresías y falacias.
Levanta tu cabeza de mi pecho
y aleja el vaho de tu juramento;
fragancia de tentaciones y pecado.
Viste tus ansias de lealtad y cordura;
y desde el confín ofréndame tu última mirada
e inmaculada regresa a tu linaje marital
mujer…ajena”.
Idílico recuerdo
Más allá de mi ventana
asoma perezoso el sol lacerando piel,
de mi alma frágil;
arena movediza miserable…miserable
que sumerge en el olvido
tu idílico recuerdo.
Recuerdo concha de nácar
matizado de colores,
de olas entre arrecifes
que golpean en mi mente el final…
de un amor perfecto.