Catalina Oquendo | Héctor Abad Faciolince | Editorial de El País, de España
El galeón: ¿Tesoro o patrimonio?
Héctor Abad Faciolince
El papa Francisco desenterró hace poco una expresión poderosa para hablar de la plata: “El dinero es el estiércol del diablo, nos hace idólatras y nos corrompe”.
Por reducirlo a mercancía y a plata, Colombia se está corrompiendo con esta historia del galeón hundido por los ingleses hace 300 años. Si hablamos solo de tesoro, y no de patrimonio cultural, los restos del naufragio del San José no serán otra cosa que un morro de excrementos en el que todos querrán untarse las manos: las SS de los gringos (Sea Search Armada), el reino de España, el gobierno del Perú, los abogados e intermediarios de los piratas colombianos de tesoros sumergidos, las fauces insaciables del Estado.
Si en vez de ver ese naufragio como un tesoro (un montón de oro y plata) lo vemos como lo que es de verdad, un patrimonio histórico y arqueológico, su valor deja de ser monetario y se convierte en un bien cultural invaluable. ¿Qué es un bien cultural? Hay ejemplos muy fáciles: España, si quisiera, podría convertir en cero su deuda exterior con solo vender Las Meninas de Velázquez o el Guernica de Picasso, y a nadie se le ocurre hacerlo, porque son un patrimonio que no debe monetizarse. Italia dejaría de tener problemas de balance si subastara el David de Miguel Ángel. Y Colombia podría financiar dos o tres posconflictos si vendiera las piezas almacenadas en la bodega del Museo del Oro. Pero sencillamente hay cosas invaluables, cosas que no se venden, como los hijos, la conciencia o la palabra, aunque por ellos nos ofrezcan el oro y el moro.
Creo que Colombia está manejando mal (como un tesoro y un negocio) el hallazgo del galeón San José, a causa de lobbystas que se quieren lucrar de algo que no es suyo, que no debería ser de nadie, sino de todos. Los mismos que sacan pecho e invocan sentimientos nacionalistas y patrióticos olvidan que las entidades políticas llamadas Colombia, Perú o Panamá no existían en 1708. Ni siquiera la España de hoy puede confundirse con el Imperio español de Felipe V. Como bien decía un editorial del diario El País, de aquella monarquía católica eran tan súbditos “los habitantes de Cartagena de Indias como los de Cádiz, y no resulta fácil argumentar por qué los descendientes de estos tienen más derechos que los de aquellos sobre un galeón construido con los impuestos de los antepasados de unos y de otros”.
Si nos ponemos a pelear por el estiércol del diablo, guiados por la codicia, aquí se van a partir la marrana un par de negociantes ávidos de plata: el Estado insaciable y sus asociados en el hallazgo del “tesoro”. El Gobierno, con un secretismo inaceptable, no ha querido siquiera decirnos quiénes son esos socios, si gringos o canadienses o colombianos. Su tesis es que si un doblón de oro acuñado en el Perú está repetido, una sola moneda es patrimonio (la muestra), y todas sus copias se pueden vender.
Y esto no debería ser así. Lo que quede del galeón debe ser rescatado pieza por pieza, como un todo. Cada moneda, cada cañón, cada lingote, cada damajuana, cada armadura, cada joya, cada tabla (todo lo que se pueda recuperar del naufragio), es un conjunto que ayuda a entender cómo funcionaba el comercio, el contrabando o el expolio de las Indias. Entendido el barco hundido como patrimonio, entonces es obvio que debería hacerse un museo del galeón San José, que incluya hasta su último clavo, con una exposición itinerante que recorra el antiguo virreinato del Perú, Panamá (la nave venía de Portobelo), y el antiguo reino de España.
Aquí los negociantes del Congreso no dejaron firmar la Convención de la Unesco sobre patrimonio sumergido y luego hicieron una mala ley para partirse la marrana de los tesoros y para tratar los galeones como si fueran petróleo que se reparte entre el explorador y el Estado. Estamos a tiempo de enderezar ese entuerto: el galeón no es un tesoro, no es una montaña de estiércol de oro y plata: es un patrimonio cultural de la humanidad, con sede en Colombia.
[Publicado originalmente en El Espectador, y en Gotas de tinta como aporte del autor a la revista.]