21 – Editorial

¿Al fin la posguerra?

Se acercan momentos decisivos y claves en la historia de Colombia, que influirán y a veces determinarán la historia y la literatura del porvenir. No será un amanecer repentino o un parto sin dolor. Pasarán muchos altibajos, ires y venires, pero somos optimistas que vendrá un nuevo amanecer. “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, dice el refrán popular. Esperemos que así sea.

Estaban frescos los acontecimientos del 20 de julio de 1810 cuando se iniciaron las guerras fratricidas en nuestro país, que continuaron por todo el siglo XIX hasta 1902. Se dice que murieron más de 40 mil colombianos. Durante la primera mitad del siglo XX vivimos una “relativa paz”, pues no hubo guerras declaradas y “sólo” murieron 4.000 huelguistas en las bananeras de Ciénaga en 1928 y muchos otros pobladores a lo largo y ancho de la geografía de la patria. Es difícil calcular el número de fallecidos por la violencia oficial contra un movimiento gremial emergente en ese período.

Vino después la llamada Época de la Violencia, de 1948 a 1957, con cerca de 300 mil muertos. Y finalmente el conflicto actual, con un cálculo de 220 mil asesinados. Y en estas dos últimas violencias, con millones y millones de desplazados y exiliados políticos. Y el despojo de la tierra también de millones de hectáreas, con verdaderas contrarreformas agrarias que concentraron al máximo la propiedad.

El centro de todas esas guerras y violencias desde la independencia de España ha sido la lucha por la tierra, por su posesión y por mantener a nuestra patria en el pasado, en un régimen oscurantista y retrógrado, contra los que desean un país moderno, más equitativo, con una distribución de la tierra diferente y con ideas, costumbres y leyes modernas. Mientras otros países alcanzaron a ponerse a tono con la época, nosotros seguimos durante años y años en la horrible noche del oscurantismo. Con una “democracia” sin golpes de Estado, pero con más desaparecidos y muertos que allí donde los militares zapatearon la democracia.

Prácticamente toda nuestra literatura ha girado en torno a esta disyuntiva. Se ha llegado a hablar incluso de la sicaresca colombiana. El olor a pólvora y a sangre ha contaminado nuestro entorno. Las disputas más insignificantes, incluso las de los niños, se resuelven con voleteos, anónimos y con amenazas y asesinatos.

No creemos en un mundo ideal sin conflictos ni contradicciones. La cuestión es que se resuelvan por las vías del diálogo, la discusión oral o escrita, con el respeto por la diferencia, como ocurre en muchas partes del mundo moderno. Queremos, como dice el lugar común, un país donde quepamos todos. Donde no se juegue fútbol con las cabezas de los campesinos y se les aplique la motosierra, ni se secuestre a civiles y se les asesine como a los diputados del Valle y a los políticos en Urrao, ni se vista a civiles inocentes de combatientes y se presenten como bajas en combate, mal llamados “falsos positivos”.

Confiamos en que pronto unos y luego otros razonarán y entrarán en el juego de la disputa parlamentaria, entendida ésta como la del parlamento, la de la palabra, la de las ideas, la de ganarse la confianza sin amenazas. Que se respete y se defienda a todos los que abracen este camino y no se organicen campañas de exterminio como las ya vividas.

Que entremos en una sociedad moderna, civilizada, que dejemos de ser un pueblo bárbaro. Que la reconciliación sea una realidad.

Ése es nuestro anhelo. Y seguro lo vamos a lograr.

Veremos, entonces, surgir una nueva historia y una nueva literatura de la posguerra. Y el hedor a sangre poco a poco irá desapareciendo.

Jairo Trujillo

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