Una voz humana
Hay, en todas partes, un renacimiento ciego y súbito de los imperialismos, los nacionalismos y los patriotismos que llevaron al mundo a la guerra: los hombres vuelven a encerrarse dentro de la idea mezquina y circunscrita de nación, como en un caracol agresivo, ajeno a la universal sensibilidad humana; empieza a creerse otra vez que todo lo que haya más allá de cada sutil frontera no puede ser sino el odiado enemigo imperdonable; los hombres se dividen todavía en nosotros y los otros, en estos y aquellos. Aun aquí, en medio de la larga selva sin dueño, se piensa que es necesario preguntar primero al trabajador, al colonizador y civilizador, dónde nació y qué rótulo nacional lleva en la frente.
Sin embargo, entre la horrísona gritería del odio, se oye de nuevo una voz pura, llena de absoluta universalidad. Es, como siempre, la de Romain Rolland. Ante el espectáculo estimulante de la vida intelectual alemana, que desaparece rápidamente a causa de la miseria y la inanición. Romain Rolland se ha creído en el deber humano de hacer un llamamiento a la fraternidad y a la solidaridad de los hombres. Es un llamamiento que va dirigido a Francia y al mundo y que está impregnado de la idea santa de panhumanidad, esa religión que Rolland ha proclamado como la única bella y grande.
Traduzco de la Revista Europea las palabras del escritor francés, que no ahogarán, pero que harán resaltar toda la imbecilidad de los nacionalismos y los patriotismos:
“Ante el dolor, no hay vencedores ni vencidos.
Una de las tradiciones más santas de nuestro pueblo es la de descubrirse al paso de un entierro, cualquiera que haya sido la vida del muerto. Y todos cuantos se inclinan sobre el sufrimiento humano, para intentar disminuirlo —médicos, enfermeros, hermanas de la caridad— tienen a mucha honra el prodigarse con el mismo desinterés por todos los que sufren, sean quienes sean.
Fieles a estos sentimientos sagrados, decímosle a Francia:
El pueblo de Alemania se muere de hambre. Miles de inocentes expían cruelmente las consecuencias del azote de la guerra, de que no son más culpables que de la ambición, de la avidez, del egoísmo de sus clases directoras. En Berlín, en Leipzig, en Friburgo, a fines de octubre, cuando un pan costaba de siete a diez mil millones, los ingresos mensuales de un trabajador intelectual no llegaban a la centésima parte de ese precio. Profesores, médicos, ingenieros, abogados venden sus libros y sus instrumentos de trabajo para comprar pan. Los estudiantes de algunas universidades mendigan en tropel por los campos. En Berlín el 70 por 100 de los niños van a la escuela sin haber comido; gran número de ellos no toman una sopa caliente más que un día de cada tres. Miles de familias, extenuadas por las privaciones, agonizan lentamente. La angustia del frío terrible se añade a la del hambre.
La Francia caballerosa del tiempo en que fue Hugo el último aeda y tendía la mano al vencido en el campo de batalla y curaba sus heridas.
Hacemos un llamamiento a todos los de nuestra raza, sin distinción de partidos ni de creencias. Dividen a los franceses muchas pasiones. Pero hagámonos justicia los unos a los otros: Todos tenemos esto de común, que respetamos a nuestra Francia, que tenemos fe en su nobleza moral; y que todos procuramos salvaguardarla. ¡Demostremos tal ante el mundo! Afirmemos que no hay lugar en el corazón de los franceses para un odio bajo, o para una indiferencia más vil aún, por la desgracia de los demás hombres, y que la Francia victoriosa sigue siendo la tierra de la piedad.
No se demuestra la victoria propia sino por la grandeza de alma. La bondad es la mayor fuerza”.
El Espectador, “Gotas de tinta”, Bogotá, 9 de abril de 1924.