Gisela Atehortúa Vanegas | Alex Mauricio Correa
Reseña:
Alex Mauricio Correa López
Medellín, Colombia. Contador Público del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid y Tecnólogo en Costos y Auditoría de la misma institución. Obtuvo el primer puesto en el concurso de poesía del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid (2009). En Obra Diversa 3, Biblioteca Pública Piloto, 2015, publicó un cuento: Cloto, Láquesis Átropos.
“Bartleby, el escribiente” de Herman Melville
Nota: El texto completo puede bajarse del siguiente enlace:
Bartleby – Herman Melville – Ciudad Seva
La eternidad para los hombres sin esperanza
(Acerca de “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville)
“En 1890 un periodista del New York Times apuntaba: “Hay más gente hoy que cree que Herman Melville está muerto de la que sabe que aún vive. Si uno da un paseo por la East Eighteen Street de la ciudad de Nueva York, cualquier mañana a eso de las 9 AM, puede ver al escritor de aquellas famosas historias marítimas que, en su línea, jamás han sido igualadas. El señor Melville es ahora un hombre viejo pero vigoroso. Es empleado de la Aduana y todavía persiste en él la atmósfera de sus libros. Cuarenta años atrás, cuando apareció Typee, su libro más famoso, no había autor más reconocido que él””
Texto tomado de la edición online del suplemento literario de: “Página 12” 2009/01/02
Escribir de “Bartleby, el Escribiente” de Herman Melville (1819-1891) es hacerlo de una obra ya leída y preferida por muchos, un clásico, tal y como lo son: “La dama del perrito” de Chejov, “El nadador” de John Cheever, “Los asesinos” de Hemingway, “Bola de sebo” de Maupassant, “La Metamorfosis” de Kafka, “Continuidad en los parques” o “El perseguidor”, de Cortazar, “El Aleph” de Borges, o incluso, “El infierno tan temido” de Onetti. Ninguna de las anteriores tan antigua como “Bartleby”.
“Bartleby, el Escribiente” fue publicada inicialmente en el año de 1853 en dos entregas, y de manera anónima, en “Putman´s Magazine”. No fue un texto con mucha acogida, su relevancia fue tan tardía como el conjunto de la obra de Melville, que comenzó a ser apreciada a principios del siglo XX.
La obra narrada en primera persona inicia en tiempo presente con la confesión de un personaje: “SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales.” El hecho de comenzar en presente, con la palabra “Soy” así como con la expresión “hasta ahora” le da un aire de intemporalidad al texto, pues la voz narradora “es” en el presente del lector del momento, este recurso es interesante para dar aquella sensación permanencia en el tiempo, a pesar de la poca seguridad que tengamos en que este oficio aún exista o que haya sido reemplazado por el de secretaria, secretario o digitador, o superado con creces por la fotocopiadora o el escáner.
Luego de presentarse de ampliamente ante los lectores, este narrador-personaje, abogado de profesión, comienza a desgranar la descripción de cada uno de sus subalternos, tres, antes de que apareciera en la puerta de su despacho cualquier día, en un pasado indeterminado, el hombre que motivó el relato. Son dos copistas y un mensajero. Aquí el autor hace acopio de concisión y en pocas líneas describe a cada uno de los tres en sus aspectos físicos, y lo más importante para la obra, en su carácter. “Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos…. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.”
Es interesante observar cómo a lo largo de la obra los mencionados Nippers y Turkey, que son descritos como entes distintos, funcionan como un solo personaje, el carácter de uno se complementa con el del otro. Después está Ginger Nut, el recadero, un chico de doce años cuyo padre estaba empecinado en que aprendiera del derecho y que en pocas ocasiones aparece en el texto.
Posterior a la larga introducción de los personajes y espacios en los que se va desarrollar el relato, aparece el esperado Bartleby, sobre el cual la voz narradora ya iba dando apuntes en líneas anteriores. Llega cualquier día en procura de un cargo de copista que el abogado requería debido al aumento de las obligaciones de la oficina. El narrador da una tan rotunda como bella descripción del, hasta ese momento, aplazado copista: “En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.”
Bartleby, hombre callado, discreto y dedicado a sus labores era la ensoñación del narrador. Hasta que requirió de él para que le ayudara a revisar un texto judicial, trabajo que consistía en que uno leía en voz alta y el otro verificaba la copia escrita para que cumpliese con el original. Frente a la perentoria labor, Bartleby contesto inmutable la que sería una frase ya legendaria para la literatura, y que se repetirá con asiduidad a lo largo del texto: “Preferiría no hacerlo”.
“Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
‑Preferiría no hacerlo.”
A partir de este suceso, que se podría definir como el evento bisagra del texto, se comienzan a desmadejar episodios cada vez más extravagantes alrededor de esta negativa del personaje del escribiente, en relación con los otros personajes, y muy importante, con el personaje de la voz narradora; con su mutismo trastorna la gris tranquilidad de la oficina del abogado.
La voz narradora adquiere gran relevancia en este texto, una primera persona que se implica a sí misma, se transforma por los acontecimiento mientras aparentemente solo cuenta el comportamiento singular del escribiente, dicha voz-personaje se narra mientras cuenta lo que su sucede en su oficina de Wall Street. Esta primera persona es tan célebre como la primera persona que aparece en “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, donde hay una primera dentro de otra primera. O la vitalísima de aquel hombre que fue devorado por la selva en “La vorágine”. O la del mismo “Sinuhé, el egipcio” de Mika Waltari o Claudio, personaje de Robert Graves. Mediante esta voz narradora, el autor nos conduce hábilmente a través de las vicisitudes de su personaje narrador; sus limitaciones emocionales, su ignorancia acerca del comportamiento del escribiente, su impotencia frente a la manera como debe tratar esta situación.
De Bartleby poco se conoce: “De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre.” Ello hace que las situaciones que de a poco llevan al absurdo, sean todavía más complejas. Bartleby en medio de su mutismo es monolítico, impenetrable como una culpa en la conciencia y tiene sus mismo efectos en el abogado, unas veces le compadece en otras le repulsa.
Un aspecto que contribuye a crear una atmosfera opresiva acorde con lo que va sucediendo con el argumento, son los espacios físicos cerrados de la oficina, incluyendo el biombo donde realizaba sus labores Bartleby, que daba a una ventana que por vista tenía un alto muro de ladrillo; en ese espacio se sucede la mayor parte de la trama, espacio que recuerda a los kafkianos de “El proceso” o que remite a los de “Jakob Von Gunten”, de Robert Walser con su escuela Benjamenta.
Es inevitable pensar en Kafka cuando se lee a Bartleby, como si el escritor checo se hubiese nutrido de “Bartleby” para hacer lo suyo, sin embargo, se dice que es poco probable que Kafka hubiese conocido esta obra. Pero Kafka sí conoció a Robert Walser que evidentemente también está dotado de ese absurdo y de lo que otros llaman contenido “psicológico”. A quien también rememora la obra de Melville, al otro lado del océano, es a la del mexicano Juan José Arreola. El siglo XX fue rico en este tipo de escritos y podría pensarse que en su contexto nacieron estas obras, pero como vemos tiene un antecedente poderosísimo en “Bartleby, el Escribiente”, que fue fraguada desde mediados del siglo XIX por un hombre al que le bastó poco para morir en el anonimato, refugiado en la poesía y ejerciendo el cargo de inspector de aduanas. Como se dice con la frase gastada, era un adelantado a su tiempo. Si se va más allá de un asunto de fechas y se tiene en cuenta que Melville fue redescubierto en el siglo XX, podríamos decir que “Bartleby” es una obra del siglo XX escrita, para mayor mérito, en el siglo XIX.
La relevancia de una obra se da cuando se mezclan adecuadamente la voz narradora, el tiempo, la construcción de los personajes, el lenguaje, la historia, el o los espacios físicos, y, por supuesto, un tema con la posibilidad de trascender en el tiempo. Todo ello se resume en “Bartleby, el Escribiente”, ejecutada por un profético Melville, literariamente desahuciado, funcionario en el anonimato, que no vivió para disfrutar de los laureles que le fueron concedidos luego al conjunto de sus obras.
Sobre las múltiples conjeturas que tiene la historia (el porqué del actuar del escribiente, el estado de alienación de una sociedad representada en los copistas, el legítimo derecho que tiene un ser para decir no o para morir si así lo desea) ya se ha escrito bastante: ensayos de filósofos reputados como Gilles Deleuze o de escritores memorables como Jorge Luis Borges o más contemporáneo como Enrique Vilas-Mata.
Por ello lo mejor es terminar con el discurrir filosófico del abogado narrador que quiere darle sentido a todo lo que vivió, a toda la historia que nos relató, así como otorgarle aires de eternidad a un minúsculo hombre que salió de las sombras para hacer parte de la historia de todos los seres sin esperanzas. Bartleby como esa carta que no llegó a escribirse o como ese mensaje que nunca llegó al destinario.
“Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo ‑el dedo que iba destinado tal vez ya se corrompe en la tumba‑; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”
Alex. Mauricio Correa López – Marzo de 2015