20 – Jesús María Dapena

Entre la narrativa y la realidad

a mi mamá, a tía Mariela y
María Carolina (Maruja) Domínguez,
contadoras de historias,
quienes me enseñaron a escuchar.

Como era el menor de la familia, con dos hermanos, quienes me llevaban nueve y diez años, crecí en medio de personas mucho más grandes que yo, de tal modo, que con frecuencia acompañaba a mi madre a las visitas, que hacía o me metía en medio de las que venían a casa, sin hacer caso de la recomendación que me daban de ir a la cocina, con las empleadas del servicio, para que me diesen unas gotitas de Tenete Allá, porque con todo lo que conversaban los adultos, me entretenía sobremanera y descubrí, con inmenso placer, que esos diálogos, no tenían una continuidad establecida previamente, sino que era un deslizarse de un tema a otro, como en una especie de fuga infinita, que luego de adulto y como psicoanalista, comprendería que era una suerte de asociación libre, que podía seguir con gran disfrute, como si se tratara de un concierto musical.

Y recuerdo cuando un día, a la vuelta de un viaje de mis padres, me encontraron amarillo como un canario, cosa, que angustió mucho a mi madre, quien enseguida me llevó al queridísimo pediatra, que me había salvado de una muerte temprana, por causa de mi prematuridad.

El doctor después de oír el relato de mi madre y el mío, que además me quejaba de un enorme malestar, diagnosticó una hepatitis, sin clasificarla como A, porque en aquel entonces creo que eran inclasificables y le dijo a mi mamá:

–Sola, el moacho está muy grave, sino lo hospitalizo es por lo buena y cuidadosa madre que es usted;  el niño debe permanecer un mes, en reposo absoluto.

La enfermedad trajo consigo varios beneficios secundarios, de un lado dejar de ir al colegio, que siempre me resultaba aburrido, y además mi madre, mi tía Mariela y María Carolina (Maruja) Domínguez, me contaban historias.

Mamá relataba su versión de la historia de Cristo de una manera mucho más amena que la abuelita, que según Madame de Ségur, enseñaba el evangelio; mi tía Mariela, me transportaba a los Alpes, ya fuera con la historia de la Heidi de Juana Spyri, de una manera tan propia, como se apropiaba del discurso de Edmundo de Amicis,  o con su relato de Marco, la hermana de mi madre me llevaba de los Apeninos a los Andes, que como todos los niños, yo pedía que me repitieran sus narraciones una y otra vez, ya que siempre aportaban algo nuevo y tenían el encanto de la viva voz de esas amadas adultas tutelares.

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Otro era el encanto de María Carolina, amiga de mi madre, quien me divertía con historias de acontecimientos, que se daban en su pueblo natal, Aguadas, Caldas, allá en la cordillera central colombiana. Y entonces, yo le pedía que me contara aquellas pequeñas catástrofes, como cuando hubo un derrumbe, cuando se incendió una casa del pueblo, que ella me refería con una voz saboreada, como si degustara cada palabra que emitía.

Desde muy pequeño, recuerdo el alborozo, que se producía en mi interior, cuando mi hermano me llevaba al teatro, como llamamos las salas de cine en Colombia, Cine al día, a ver dibujos animados y se oía desde afuera, el sonido de las películas que allí proyectaban, como una especie de aperitivo auditivo, para el espectáculo audiovisual, que se daba una vez, entregábamos las boletas al portero de la sala, más el placer que me ocasionaba ir a los matinales con mi hermana, donde conocí a la Dorothy de El mago de Oz, a la princesa Alexandra, interpretada por Grace Kelly, en El cisne de Charles Vidor, o a la Juana de Arco de Ingrid Bergman, la cual me fue introduciendo en el cine histórico; pero, más allá de los cuentos infantiles, fue el cine el que me llevó a la literatura, al quedar profundamente inquieto con la historia del Remi de Sin familia y mi tía Mariela me llevó de su casa la novela, lo cual fue para mí, todo un descubrimiento, la complementariedad entre el cine y la literatura, dos narrativas diferentes, para referirse a un mismo tema.

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Fue así que, después de Malot, Anita Vélez de Ángel, otra amiga de mi madre, me regaló de cumpleaños a David Copperfield de Charles Dickens, la cual me abrió el campo a la novela de formación, a la novela psicológica, de tal forma, que si bien leía a Julio Verne, prefería esas narraciones, que me metían en honduras, que desarrollaban la capacidad de introspección, que tanto me serviría cuando adolescente visité a mi primer terapeuta, quien se convirtió en una especie de yo ideal para mí y determinó mi vocación, porque podía comprobar que los relatos de mi propia historia, permitían cambios profundos, de tal modo que el doctor era como un testigo, que me ayudaba a ser distinto y más feliz, como si juntos fuéramos creando una nueva novela, porque de lo que se trataba era de mirar el pasado, desde el presente, para construir un futuro y un destino distinto, al determinado por mis comandos inconscientes, salir de mi novela familiar para poder decir:

–Yo busco mi destino.

Así fue como entre los relatos de familiares y amigos, el cine, la literatura, la escucha del doctor y la vida misma, que ocurre más allá del diván, según nos dice Emilio Rodrigué en su novela Heroína, magistralmente llevada al cine por Raúl de la Torre, me hice médico, psiquiatra y psicoanalista, con lo que pasé de ser el paciente, para convertirme en el doctor, que ahora soy y que me ha permitido encontrarme con un hombre como el que me llevó a la consulta el libro de un autor, para mí desconocido hasta entonces, Imre Kertesz, Sin destino, que pienso comentar ahora y que acepté leer porque ese sujeto, que me extendía el libro, después de haber sido un aventurero, un día decidió acostarse en un sofá de un caserón solitario, donde vivía con su madre, durante seis años y la familia preocupada por su destino, le pidió que me consultara, aunque él era un prisionero de sí mismo, a la manera de Omoblov, el personaje de la novela rusa de Iván Goncharov, cuya versión cinematográfica, vi algún día, un personaje de ficción que da nombre a un extraño cuadro psiquiátrico, llamado el oblomovismo, término acuñado entre 1965 y 1975, para designar un cuadro de abulia o depresión pasiva, que hace que el sujeto que lo padece permanezca largos períodos de tiempo encamado y sin salir de casa, a la manera del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti.

Con ese hombre, que parecía salido de un campo de concentración, desdentado y enflaquecido, con una poderosa astenia, entonces emprendí la tarea de escucharlo, para ver si era posible, que al mirar el pasado desde el presente, pudiera construirse un futuro distinto, a ese destino elegido desde determinaciones inconscientes.

No creo que con ello, contravenga el precepto de la neutralidad analítica, sobre todo, ahora que he estoy muy motivado por un grupo de LinkedIn, en mirar las relaciones del arte y el psicoanálisis, máxime después de saber, por Didier Anzieu, que entre W. R. Bion, como analista y Samuel Beckett, como analizante, ambos se ejercieron una influencia mutua.

Y fue así que descubrí la novelística de Imre Kertézs, premio Nobel de literatura 2002, llevada al cine por Lajos Koltai en el 2005, con música de Ennio Morricone, a quien, de seguro, conoció cuando con Giuseppe Tornatore, los tres trabajaron en La leyenda del pianista en el océano a finales de la década de 1990.

https://www.youtube.com/watch?v=8C6g2iz_Z3Y

La música celestial de Morricone contrasta muchísimo con el durísimo drama de un adolescente, que vive su bildungsroman, en un medio tan destructivo como un campo de concentración, en el que había horas en las que hasta podía ser feliz, en medio del desconcierto y la perplejidad ante un mundo adulto, cuya lógica desconocía.

Mientras leí la novela, decidí no indagar nada sobre, para mí, el desconocido autor, para dejarme llevar por la narración, que me resultó, como era de esperar, extraña por el distanciamiento del narrador de las emociones, algo que me evocaba dentro de la novelística, el efecto que produce Bertolt Brecht en su dramaturgia, para no generar ilusión alguna en el espectador, ya que no parecía una catarsis, propiamente dicha, sino un relato demasiado objetivo de la situación, demasiado realista, que más invitaba a la reflexión que al sentimiento; sin embargo, nunca pensé en el Camus de El extranjero, que parece haber influido tanto en la narrativa de Kertézs, a pesar del texto ser relatado en primera persona, porque el propósito del autor era más bien mostrarnos el estado de extrañamiento y perplejidad de un chico ante un mundo adulto, que conduce al más absoluto absurdo, hasta conducirlo a cierto grado de alienación; pero que creaba una perspectiva distinta de representación de una realidad, que pudiera caer en un gran melodramatismo, aunque tampoco parecía pretender el distanciamiento brechtiano, en tanto y en cuanto, uno no se sentía meramente leyendo una novela; pero, tampoco lograba identificarse plenamente con el protagonista, lo cual generaba un efecto extraño en el lector, de cierto desconcierto, con lo que nos adentraba en una forma de percepción del mundo, que se quedaba muy en la superficie, cosa que no sucede tanto en la película, en la que uno se siente inmerso en un mundo entre subjetivo y objetivo, aparentemente de un modo tan simple, como el que pretendía el autor literario, como si se presentara el objeto desde una óptica distinta, por ejemplo, al relato de Steven Spielberg en La lista de Schindler, que el propio Kertész considera muy kitsch, con toda su carga de violencia y espectacularidad, que busca una identificación del espectador-consumidor, con las víctimas del genocidio.

Porque es otra violencia la que pretende mostrarnos el autor húngaro, la impasibilidad de ánimo a la que puede conducir a un individuo el estar sumergido en universo totalitario, en un constante estado de indefensión y desamparo, productor de una vulnerabilidad, generadora de un gran desconcierto, de falta de deseo de ser libre y feliz, porque tal libertad y tal felicidad, podrían convertirse en el mayor de los crímenes, un poco al estilo de lo que ocurre en la Oceanía de 1984 de George Orwell, aunque Gyürka Koves, el protagonista adolescente recuerda ya en la libertad, ciertas horas felices en un campo de concentración, que era como la exageración del sometimiento a la autoridad, que había aprendido en el mundo familiar, un universo carcelario,  que llegaría a resultarle natural, hasta el momento en que lo cuestiona, el hombre que le paga el tiquete del vehículo de transporte, cuando le dice que los campos de concentración no son para nada naturales, para confrontarle las respuestas, a sus preguntas, en las que el chico, reitera, el adverbio naturalmente, ya que son producto de un artificio del Poder, al que el jovencito se ha acostumbrado, en la medida que vive una cotidianidad fatal, sin destino elegido, dentro de la maquinaria de un Estado totalitario.

Porque más que la sangre, las balas o las cámaras de gas, a las que apenas si se alude, lo verdaderamente terrible en la obra de Kertézs es el campo de concentración en sí mismo, cuando es aceptado con esa naturalidad, que lleva a la demolición del sujeto, al derrumbamiento y la muerte, sin mayor espectacularidad, en la medida que se acepta como una cosa natural.

Y creo que se da cierta ambigüedad en el concepto de destino, porque en una de las caras de Jano, está el destino del pueblo judío, no como el destino asignado por Yahvé a Abraham, de que ante su descendencia las ciudades enemigas se rendirían, como un destino positivo, sino como una fatalidad, a la manera que lo señala el rabino, la noche de la despedida del padre, por haber pecado y haberse apartado de Dios, sino, con el que el jovencito entra al campo de concentración, pero del que sale sin destino, en el sentido, de algo predeterminado desde fuera, porque de ahora, en adelante, su propósito es asumir la libertad de elección, de decisión, para buscarse un destino propio, tal como se lo manifiesta a los vecinos, cuando vuelve a buscar su casa, ya no condenado al campo de exterminio, sino – como lo diría Jean-Paul Sartre – a la libertad, aquella a la que Kertézs sería fiel, aún en la Hungría de detrás de la cortina de hierro, en la que sus cuestionamientos al comunismo y el racismo magiares, lo mantendrían como un intelectual secundario, casi anónimo, hasta ser rescatado por otros alemanes distintos a los que lo habían encarcelado, que lo harían conocer en Europa y lo pondrían en la vía hacia el premio Nobel, en Estocolmo.

Con lo que el escritor comprobaría algo que pone en las palabras de su protagonista, aquello de:

–Nosotros [cada uno] somos nuestro propio destino.

Porque lo que Kertézs logra es hacer una literatura testimonial, ante esa experiencia inédita que fue el genocidio nazi, al que él quiere quitar esa connotación sacralizada que le otorga el ser llamado el Holocausto judío, puesto que para él, tanto que como para Adorno, no se puede escribir poesía después de Auschwitz, porque tal exterminio fue un colapso, no para el propio pueblo judío sino para la civilización y la existencia de toda educación debería ser que esa historia no se repita, de tal forma que se logre evitar la repetición de la barbarie nazi.

Si bien la novela del escritor húngaro es excelente, creo que la versión cinematográfica es tan leal a la narración, que incluso llega a superarla, al presentarla de una forma más sintética, que hace que el espectador se pierda menos, al dejarse llevar por esas bellas imágenes, dentro de lo terrible, presentadas con colores tan tenues, que a veces casi se ve en blancos y negros o en sepias, a pesar de ser una película en color.

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Vilagarcía de Arousa, 15 de agosto del 2015