Isabel Cristina Escobar Martínez
Isabel Cristina Escobar | Ányelo E. López Bedoya
Medellín, 1968. Ingeniera agrónoma, Universidad Nacional, especializada en Edafología. Publicaciones: Relatos en las antologías del Taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto: 2003; Obra diversa, 2007; Obra diversa 2, 2010. Ha obtenido varias menciones en el concurso ¿Cuál es tu cuento? de Comfenalco. El cuento, aquí presentado, ganó el primer puesto en el concurso del año 2013.
Hasta siempre bella de la noche
Nunca supe su nombre real, nunca fue necesario. La conocí una noche tempestuosa, fría y triste. Eran las 9:15 de un jueves eterno, había terminado una clase y mientras esperaba a que amainara la lluvia, por el rabillo del ojo pude distinguir una figura pequeña y encorvada intentando resguardarse bajo la saliente que forma el segundo piso del edificio donde trabajo. Decidí ignorarla, estaba abatida, furiosa y agotada y no me provocaba ser caritativa con nadie. Las semanas pasaron, acabó el invierno y llegó el verano con sus temperaturas fuertes y soles reverberantes que quieren fundir el asfalto de las calles y exasperan el mal genio de la mayoría de las personas. En el bochorno del medio día el atasco de la ciudad se hacía más pesado y los pitos de los carros sonaban de forma insistente mientras los peatones corrían a ponerse a salvo de la impaciencia de los conductores. En una intersección cercana, un taxista energúmeno descargaba su ira de forma verbal y estaba a punto de hacerlo físicamente sobre una figura delgada que intentaba desaparecer mientras el hombre alzaba el puño amenazante. Siempre he sido una persona apática que intenta no involucrarse en los asuntos ajenos y, más aún, si éstos implican la violencia, por eso, hasta el día de hoy, no puedo explicarme por qué decidí defender a la víctima; tal vez, me sentí culpable por no socorrerla aquella noche lluviosa. Desde aquel momento, ella se volvió una constante en mi vida; no pasaba una semana sin que la viera en las inmediaciones de la oficina, siempre con esa mezcla de timidez y agradecimiento en la mirada.
Bella de la Noche –ella misma había escogido su nombre de batalla y se sentía muy orgullosa del significado que le atribuía- me recordaba una geisha pudorosa que agacha la cabeza y se cubre la boca para hablar, claro que ésta lo hacía por vergüenza de que se le notara la falta de varios dientes. En medio de su miseria extrema, era vanidosa y hacía esfuerzos ingentes para realzar su feminidad: continuamente pellizcaba sus mejillas para darles color; usaba algún adorno en el cuerpo, aunque fuera una candonga solitaria; el cabello, su gran frustración, ya que, se negaba a crecer, lo llevaba recogido en una cola diminuta. Su indumentaria hacía pensar en una ejecutiva sobreviviente de una guerra apocalíptica: zapatos altos, los cuales, hace tiempo, habían perdido los tacones; falda a la rodilla, con un arcoíris de remiendos; una blusa, que en tiempos inmemoriales debió ser muy hermosa y una chaqueta con la espalda tan castigada como su dueña actual. En una de esas raras ocasiones en las que Bella se dejaba llevar por la nostalgia y me contaba sobre su vida anterior, me confesó que su sueño desde pequeña, fue ser una mujer de negocios importante, pero la pobreza de la familia, la ignorancia y la violencia que, en la mayoría de los casos, acompañan a la primera, se confabularon para que fuera solo una ilusión. Por eso le gustaba tanto aquella zona del centro con bancos y oficinas, donde todos los días trabajaban esas mujeres, una de las cuales pudo ser ella. Al principio, me asombró la capacidad que tenía de borrar por completo su otro yo, nunca se vio de otra forma y, con el paso del tiempo, yo tampoco.
Bella de la Noche era encantadora y locuaz, pero en algunas ocasiones se volvía taciturna y desaparecía por varios días. Mis esfuerzos por sacarla de esos marasmos eran infructuosos pues ella tenía una historia de heridas demasiado profundas que mi cercanía ocasional no podían sanar. Por eso, cada vez que regresaba y veía alguna chispa de esperanza, por pequeña que fuera, la alentaba. Aunque, hoy, me culpo por haberlo hecho ese día. Un jueves que salía de mi trabajo allí estaba Bella en la puerta del edificio –el guardia de seguridad nunca la dejaba pasar de ese punto- esperándome desde hacía más de dos horas; estaba tan feliz que sus palabras salían de forma atropellada y, en los primeros momentos, no entendí nada. Después de un café –el cual derramó casi todo por su entusiasmo gesticulante- me contó que un hombre encantador le prometía una oportunidad de trabajo como asistente en una oficina modesta. Aunque mi yo práctico me impulsaba a hacerle ver lo dudoso de la oferta, la cobardía no me permitió exponerle la realidad. Bella llevaba demasiadas semanas triste, no pude arrancarle la ilusión y como una idiota pensé –nunca me lo voy a perdonar- que su aspecto personal, obvio para todos, la descalificaría inmediatamente; pero, después de unos días acongojada volvería a revolotear por el centro de la ciudad como una mariposa juguetona.
Yo la ayudé –sin saber que la estaba enviando al abismo- a conseguir la indumentaria que iba a utilizar; ¡si hasta le compré ropa interior que supliera sus carencias!, me dejé deslumbrar, como ella, por esa quimera. El día de la entrevista, estuve en la puerta del edificio esperándola por más de tres horas; me fui a casa cerca de la medianoche. A la mañana siguiente le pregunté al guardia de seguridad y a los vendedores ambulantes que trabajaban en los alrededores si sabían del paradero de Bella, pero la respuesta fue negativa en todos los casos. Nadie recordaba haberla visto desde aquel jueves que parecía que, en lugar de caminar, flotara, mientras se dirigía a su cita. Acompañada de un amigo, decidí buscar la oficina donde ella me dijo que tenía que ir pero, después de horas de averiguación, solo encontré bodegas de almacenamiento. Dejé pasar dos días y cuando los pensamientos paranoicos me desbordaron, denuncié su desaparición a las autoridades, solo encontré desidia e indiferencia, eso me impulsó a seguir su búsqueda en solitario. Pregunté a prostitutas e indigentes; fui a centros de acogida, manicomios, hospitales y cárceles, con resultados estériles; el último lugar que me quedaba era el tanatorio de la ciudad. Perdí la noción de las horas que estuve sentada frente al edificio reuniendo el valor suficiente para entrar. Siempre estuve buscando a Bella de la Noche, por eso, inicialmente, me enseñaron todos los N.N. femeninos con el resultado negativo obvio. Cuando me disponía a abandonar el lugar, sintiéndome como una traidora, pedí que me mostraran a los hombres. Allí, en la penúltima mesa, estaba mi amiga. Al principio, me costó trabajo reconocer a Bella en ese maniquí. La desnudez que en los otros cuerpos era un intento de despersonalización, en ella, era morbosa. Su cráneo, completamente rapado, exhibía una serie de hematomas de diferentes tamaños; el rostro tenía una expresión de dolor y el resto del cuerpo, una multitud de heridas y escoriaciones que daban cuenta del infierno que debió padecer antes de morir. En aquel momento, empecé a llorar desconsolada, pero más de rabia que de dolor. Rabia con la madre que no protegió aquel niño delicado de las constantes vejaciones de su padrastro; rabia con los seres que abusaron de su fragilidad; rabia con los empleados del tanatorio que no respetaron su pudor y, sobre todo, rabia conmigo misma, por solo darle la limosna de mi compasión y no saber cómo evitarle más sufrimiento. Sin preocuparme por las protestas del empleado, cubrí la cabeza de Bella con el pañuelo que llevaba anudado a mi cuello y, con el poco maquillaje que acostumbro cargar, intenté darle una apariencia más suave a sus facciones. Después de eso, salí a la calle con una idea fija: conseguir la peluca más abundante y larga y el traje ejecutivo más elegante que pudiera comprar; Bella de la Noche descansaría como la mujer de negocios que siempre soñó.