Ányelo E. López Bedoya
Isabel Cristina Escobar | Ányelo E. López Bedoya
Nacido en Medellín. Técnico en carpintería (Sena). Asiste al Taller de Escritores de la Biblioteca Pública piloto, bajo la dirección del escritor Jairo Morales Henao. Ha publicado: El cuento “El lago”, en Escritos desde la Sala, Boletín Cultural y Bibliográfico de la Sala Antioquia (Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina), No. 21, noviembre de 2013. El cuento “Luz de nieve”, en la Antología Relata cuento y poesía (editorial caza de libros 2014), de la Red Nacional de Escritura Creativa.
Diario epistolar
CXXV
De Apolinario a su esposa Herais y a su hija Elia, que los dioses os sean propicios a las dos (mis dos niñas), y os llenen de bendiciones. Hoy te escribo desde una soleada terracita blanca de losetas desgastadas por los vientos que este mar arroja siempre contra la costa.
La luz aquí —otra vez, pensarás con una sonrisa—, es casi plateada, con destellos, por supuesto, dorados; juguetea con las sombras en el piso donde hay siempre una suave película de arena. Sobre mí y mis canas —¡que no vejez, ciertamente!— un pintoresco techado de hojas anchas me cobija bastante bien. Cuando levanto la cabeza del papel amarilloso, puedo ver, hacia la derecha y más allá de la Isla y el Codo del muerto, un azul que se torna esmeralda en el punto donde el horizonte se vuelca sobre el mundo. Acá parecen no haber fronteras.
Más lejos y siguiendo la misma dirección, puedo recordar la base naval de la flota en Miseno, que mantiene a distancia la piratería, con sus dársenas almenadas llenas de naves guerreras y su gran puerto que se comunica, a través de un canal excavado en la tierra con el lago Lucrino y con el lago Averno. Al cerrar los ojos un momento veo los cuervos de mar y los ubicuos pelícanos y gaviotas posados en las pasarelas.
A la izquierda, la línea de la costa se prolonga casi pareja frente a la bahía de Neapolis, haciendo un arco hasta perderse en la distancia donde el Vesubio solo alcanza a ser, a lo lejos, un gran promontorio marrón. A cierta distancia de la terraza donde escribo hay un atracadero, no creo que algún día logre ser un puerto, ni siquiera intermedio, teniendo tan cerca el de Neapolis. Veo dos barcos mercantes; las grandes carracas panzudas de doble cubierta se mecen como pájaros adormilados por el calor del sol.
Hay mucho tránsito allí. Botes pequeños se mueven entre los cascos de las dos naves más grandes, acarreando la mercancía de los barcos que no pueden acercarse pues baja la marea, o descargando pasajeros hasta el muelle. Es un caos hermoso la vida de los hombres; no puede haber otra manera.
A veces me llega el olor del atracadero, ya podrás imaginarte; desesperadamente no hay nada perfecto, aún aquí. Pero me llega también el olor del mar y el ritmo de la vida que se mueve a mí alrededor. Un vaso, nada ostentoso, de madera, me ofrece un vino tinto suave con una nota dulce —inevitablemente tiene que ser del Samnio—. El sonido que el cálamo hace cuando escribo es delicioso y matiza el rumor de las olas. La tinta sobre el papel tiene un olor mineral, más que metálico, pero también parece enfatizar el de la hoja; es diferente si tomo el tintero y aspiro un poco, es un olor más, ¿burdo?
Herais (siempre me ha gustado tu nombre, Meum Mel). Esta porción de la playa está desierta, es blanca. Desde aquí la terraza se alza en una elevación y hacia atrás el resto de la casa, modesta como el vaso, se orienta al poniente de manera que el amanecer baña todos los días la terraza y, después, el ocultamiento del sol provee una sombra fresca, pues la casa es de dos plantas. Hay un cobertizo, apenas cuatro palos y un techo para el bote que acaban de calafatear con pez; está construido donde el sendero se empina en el talud que sube hasta la terraza, —desde hace tiempo vengo pensando en poner allí unos escalones que se dirijan hasta el cancel del mirador.
Os imagino a las dos mirando el horizonte, a ti con una túnica blanca mientras llevas en brazos a la niña que viste un mantón índigo. Las escucho reír, las escucho felices pasar junto al cobertizo pardeado bajo la media luz de la tarde. La brisa moverá la tela de tus ropas y hará un poco imprecisas tus palabras; ¡ven acá, ven acá!, parece que dices.
En la parte frontal de la casa hay un anexo al lado izquierdo donde están los establos. Hackett, el criado, los atiende, como el resto de la casa; yo me dedico a escribir.
Aunque sé que para ti siempre ha sido placentero que te cuente mis cosas, también sé que a estas alturas de la carta ya te preguntarás de qué se trata. Verás, he manumitido a Hackett. Como sabes ya, desde hace tiempo vengo teniendo —y desde luego se relaciona con el hecho de que mi casa ha tenido la tradición de tratar bien a los esclavos (aunque haya quien diga que somos débiles por ello)— la idea de hacerlos libertos. Sé que lo hemos discutido, pero es una cosa que no logro explicar del todo. Creo que un hombre sirve mejor a su amo por gusto y no porque lo amenace el látigo o algo peor; además, está el hecho de que así hay menos costos que sobrellevar.
Hackett se quedó mirándome tan desconcertado, cerca del llanto diría. Amo, ¿qué hice mal? Lo vi como a Dordos, el viejo palafrén negro que ya casi no monto y que juraría por Minerva, que se pone triste, casi decepcionado de sí mismo, cuando saco a Parusias, el potro alazán de tres años, y no a él. Nada, le respondí, solo quiero que seas libre. Pero de qué voy a vivir, no tengo casa ni posesiones. Estaba angustiado. Seré más diligente… Se llenó la boca de súplicas. Ahora trabaja para mí, le doy un peculio mensual y tiene una habitación en la planta superior. Su cargo es algo así como conserje. Todavía me dice amo aunque se lo tengo prohibido; en fin.
Año noveno del emperador Tito Flavio Vespasiano, duodécimo día de febrero.
***
CXXIX
De Apolinario a su esposa Herais y a su hija Elia, saludos y reverencias ante los dioses por vosotras —es lo que se acostumbra—. Hice un viaje a Roma, Hackett vino conmigo. La casa, sus enseres y los caballos quedaron al cuidado de mi administrador en Herculanum.
Te escribo esto sentado en la cubierta de proa, avanzamos a golpe de remos; ascendemos la costa y el paisaje se revela encantador. Hackett se esmera en servirme, pero no hallo servilismo en sus maneras. En realidad no le exijo nada solo le solicito servicios, muy a menudo, me temo.
¡El ritmo del tambor ameniza el sonido del cálamo (mientras intento escribirte)!
Acharis Nagira (creo que es egipcio) vive en la calle de los negociantes, a las afueras del puerto de Herculanum, pero cerca del área de almacenes. Tiene un caserón de tres plantas que funge como bodega, tienda y depósito de oro, de plata, ya sabrás. Es un especulador, casi un plutócrata. Acharis Nagira administra mis propiedades allí; es algo costoso, pero es una cosa necesaria y él es eficiente.
Embarcamos en las nonas de junio, el cinco de ese mes, con vientos favorables. Llevo algunos libros —hago aquí una salvedad. En la misiva anterior puse: “Todavía me dice amo aunque se lo tengo prohibido; en fin.” Me persigue la sensación de que el solo hecho de prohibirle cosas de forma tan categórica a Hackett, es absurdamente parecido a su condición anterior. Quizá la forma en que la frase está escrita sea de una mentalidad acostumbrada a dirigir la voluntad de otros, o esta misma frase sea pretensiosa, quizá yo quiero verme así, No sé, no sé—. Verás, trabajo en un par de cosas a la vez y, como leo despacio, nunca llevo mucho material.
Como siempre me pasa, las primeras horas en la nave son un verdadero pesar, el mareo y las náuseas son horrendas; aunque luego se van y entonces si puedo disfrutar de la hermosa vista de la costa. La brisa reparadora acaricia mi rostro y el aire marino es benéfico para los malos humores del cuerpo, eso me lo recomendó mi físico, Balté, un pequeño hombrecito delgado, cada vez que puede (que lo dejo), me sangra la bolsa. Más que darme alivio de algún malestar, su sola presencia me sube el ánimo; todas las veces que lo veo terminamos hablando sobre los dioses, su labilidad, ¿su inexistencia tal vez?, el cómo se burlan de nosotros, de los dos…
Disculpa si el tono de esta carta cambia un poco. Debí dejar la escritura de la misma para después; los recuerdos son abrumadores. Retomaré, en lo posible, donde me había quedado. Esto lo escribo en un luminoso peristilo de una villa del Aventino.
Imagino que frunces el ceño cuando piensas en mi reticencia para regresar a la casa de Pompeya. Sí, más que imaginarlo estoy seguro de eso, es que, ¡edepol! Permanece llena de recuerdos. Tampoco soy capaz de venderla, esa casa representa mucho para mí.
En el barco ascendimos costeando, despacio y visitando, a petición mía, los lugares que me parecieron harto pintorescos. Hackett soportó pacientemente todos mis caprichos, parecía disfrutarlo, nunca antes lo hizo. Tardamos casi un mes para avistar el puerto de Ostia, desde allí una carrosa nos llevó a Roma.
Nos hospedamos en una villa del Aventino, nada exagerado, muy pocos lujos me rodean. Deseaba ver de nuevo la urbe; no ha cambiado tanto desde esos años, ¿lo recuerdas?
Creo que ya te das cuenta que escribí esta carta en momentos diferentes. No había vuelto a escribir desde hace un mes, por lo menos. Hackett murió, me gustaría decir que disfrutó de su libertad; al menos el tiempo que pudo. Enfermó de pronto, todavía no sé de qué. Comenzó a debilitarse y a padecer altísimas fiebres, el médico que lo atendió, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió nada. Es extraño, yo lo atendía, y no entiendo por qué habiendo quien lo hiciera por mí.
Preparo el viaje de regreso.
Año primero del emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, día trigésimo de julio.
***
CXXX
De Apolinario a su esposa Herais y a su amada hija Elia, sigo pidiendo a Júpiter Capitolino y a todos los dioses (inconmovibles) por vosotras. Vivo de nuevo en nuestra casa de Pompeya.
Arribé al puerto de Herculanum el vigésimo día de agosto, a once días de las calendas de septiembre. En Pompeya encontré la casa en orden a pesar de no estar allí durante casi dos años. Revisé los papeles de la finca. Si es cierto lo que dicen las tablillas y los pergaminos, todo va bien. Planeo visitarla el próximo mes. Por lo que se me ha dicho tus olivares están dando fruto abundante y los campos son productivos.
Me sentí extraño, no logré dormir bien en nuestro lecho. Pero todo es cosa de hábito, de retomarlo, en este caso.
Año primero del emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, día vigésimo primero de agosto.
Añado lo que sigue con esta misma fecha, pues acaba de ocurrirme que he visto al hijo de la esclava Nekane. ¿Recuerdas a la mujer egipcia, la madre del niño?, murió de fiebres hace seis meses y no se me avisó. He regañado a Fulco por su olvido. Lelio, el hijo de la esclava, aún no se recupera de la pérdida, su semblante lo muestra. Así como va creo que hasta podría enfermar de algo grave.
Recuerdo que Nekane nos enseñó a escribir nuestros nombres con jeroglíficos, no sé por qué el único que logro recordar es el de ella.
– – –
Herais, he pensado en manumitir a los esclavos. Eso no nos hará pobres, aunque habrá que gastar algo.
***
CXXXI
De Apolinario a su esposa Herais y su hija Elia, primero que nada pido a los dioses por vosotras. Perdona el tono un tanto árido de la carta anterior, me siento así estos días.
Anoche no pude dormir; así que con una lucerna recorrí la casa. La verdad es que os buscaba a las dos —no logro ocultarte nada—; caminé por los corredores, la cocina y el triclinium, terminé en los jardines que rodean la piscina, parecía un espíritu errante. Fulco ha salido a mi encuentro con cara de miedo, al verme preguntó si requería algo, pero lo he despedido con un gesto.
La noche era calurosa y con poco viento. Oí un lloro quedo y bajo. Me dicen que Lelio, el esclavo pequeño, llora con frecuencia, a veces, incluso dormido. Siento pena por él. Miré un rato las estrellas y luego terminé en mi despacho, leí y escribí hasta que pude sentir el arrastrar de pies en la casa.
Más tarde di un paseo por el foro y el mercado, el verano es fuerte este año. Hoy es la víspera de la vulcanalia y ya se preparan las fogatas y los convites para la celebración de mañana. Durante la tarde trabajé en lo referente a la manumisión de los esclavos, por supuesto que aún ninguno lo sabe. Creerás, aunque encuentres algo de bueno en ello, que es una locura; sé que piensas diferente y tienes tus razones.
Llamé a un amanuense para esto, quería reposar la mano y ya iba sintiéndome cansado. No creo ser capaz de soportar dos noches continuas de lectura; además, me dolía la cabeza. Tomé la cena en el jardín de la piscina y luego fui a dormir.
Año primero del emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, víspera de la Vulcanalia.
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CXXXII
De Apolinario a su esposa Herais y su hija Elia, salud y reverencias a los caprichosos dioses por vosotras. Escribo hoy junto a la piscina y bebo, en un precioso vaso, vino del Samnio, como debe ser. No había vuelto a probarlo desde Roma, nada de licor, ni una gota.
La luz reverbera en la superficie del agua de la piscina que el viento suave risa cada poco; hay destellos por todas partes e iridiscencias que se reflejan en los bordes de mármol blanco, donde el agua sube y baja acariciando la piedra. El calor de Sol Indiges se posa en mis brazos mientras paso el cálamo sobre el papel y la imagen de las dos se hace real frente a mis ojos; hoy soy un poco más feliz.
El ambiente es alegre, hasta los que son tristes se ven diferentes este día. Ayer celebramos la Vulcanalia y todo ha salido muy bien. Hoy voy a montar a Parusias. Cuando estuve en Roma mandé un correo a Acharis Nagira para que me enviara los caballos acá y vendiera la propiedad. Llegaron ayer en la tarde.
Voy a pasear por los bosques del Vesubio con Polites y Atilio, que vienen con su gente, Fulco irá con nosotros. ¡Ah!, él me contó está mañana que las esclavas de la cocina han sentido que las losas del piso tiemblan, además dicen que la puerta que da al establo se desajustó y no cierra como lo hacía antes. Le he dicho que llame al carpintero y que use argamasa para las losas. La casa va bien y todo está en orden, la despensa llena, los esclavos dispuestos.
Olvidaba contarte que ayer vinieron de visita Atilio y Polites, tomamos la comida del medio día juntos y luego fuimos a la villa de Atilio donde celebramos. ¿Recuerdas sus jardines?, siguen igual de bellos. Honoria y Atilio esperan a su segundo bebé, desean un niño; su hija Lucrecia es hermosa, ya cumple tres años. Polites y Flavia no han tenido más hijos y aún son alegres.
Lucho por que estas cosas no me pongan triste y continuar adelante.
Hoy el Vesubio se adorna otra vez con una columna de gas que se disuelve en el aire. El cielo es diáfano, sin nubes y de un azul que no logro describirte. Ha pasado algo extraño, mientras escribo esto se ha oído un fuerte sonido como un trueno que venía del Vesubio, pero el cielo sigue despejado. Vulcano está contento con las celebraciones de ayer. Sé que estas cartas jamás podrán alcanzarte a ti y a mi niña, pero no puedo dejar de escribiros, es lo único que me trae algo de paz y cordura…
Año primero del emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, vigesimocuarto día de agosto.