Elogio del árbol ausente
Pensemos un momento en ese alto árbol que fue derribado ayer en San Diego, árbol bello y austero como un romance de gestas.
Es una hazaña insigne, un acto grave, de ilimitado valor cruel, acercarse a ese ser inocente y poderoso y darle un golpe en el corazón. ¿El hachero infausto no experimentó el influjo místico del árbol, no advirtió la presencia del dios puro, fuerte y sencillo que vive en el árbol, que circula por las venas palpitantes, que inhala espíritu al través de las musicales hojas agitadas, que declara en derredor esa atmósfera envolvente, cálida como una alma apasionada, densa como un noble pensamiento?
El árbol es un emocionante ser, sublime en medio de su muda elocuencia, poderoso dentro de su aparente debilidad, infinitamente sensible, a pesar de su estoica inercia. Erguido sobre la tierra, lleno de silencios penetrantes y de íntimo influjo espiritual es el ejemplo del santo, el institutor de la entidad perfecta. Sus hondas raíces misteriosas acumulan para él las fecundas savias vitales, concreción última y suprema de la fuerza que mueve las constelaciones.
Pero el árbol transforma y purifica esa energía cósmica, hace sensibles e inteligibles los secretos impulsos ciegos que cruzan el corazón fragante de la tierra. Su figura, llena de ardiente vigor, se yergue, desplazando en derredor el vacío yerto, como una realidad eterna de indecible belleza, en que el espíritu y la forma han logrado adquirir su unión más intensa y su expresión más exacta.
Pensemos en la desaparición de ese divino árbol de musicales hojas agitadas, de austero y penetrante cuerpo, de ingente y extraña personalidad. Árbol pensativo, intelectual, colmado de ideas graves, irradiador soberano de efluvios cordiales y espirituales. Árbol insinuante, a quien, a veces, deseamos abrazar con delirante melancolía hundiendo en su follaje desnudo nuestras cabezas atormentadas.
Árbol vivo, cuya desaparición deja en el ánimo una inefable emoción de ausencia.
El Espectador, “Gotas de tinta”, Bogotá, 6 de marzo de 1924.