18 – Relato – Cuento

Janeth Posada Franco

Janeth Posada Franco | Carlos Alberto Velásquez

Medellín, 1979. Ingeniera administradora, Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Gerencia, Universidad Pontificia Bolivariana.

Narradora, editora y correctora. Coordinadora editorial de Hilo de plata Editores.

Libros publicados: El rastro de los días (poemas, 2008). Cuando una mujer está triste (cuentos), 2010: obra ganadora  de la beca de creación de la Alcaldía de Medellín en 2009. La salida está cerrada (cuentos), 2014; obra ganadora de la Beca de creación Alcaldía de Medellín 2013.

Cuentos suyos han sido publicados en Odradek el cuento, Revista Universidad de Antioquia y Cuentos brevísimos, de la colección Palabras Rodantes de Confama y el Metro.

Janeth estuvo, como invitada, el martes 17 de marzo, en la velada mensual de Plumas y Voces, en el café de la Piloto.

 janeth

Cabeza rapada

(Del libro: Cuando una mujer está triste)

Estaba claro que la mesa era para dos. Sin embargo, como cada miércoles, la mesera acomodó con habilidad platos y vasos para tres. Sin que mediara ceremonia alguna, el de los lentes tomó una lechuga con las manos y, mientras la mordisqueaba, empezó a vociferar contra los monopolios comerciales, abriendo con ello el tema de la noche. El que llevaba sombrero, esbozó una sonrisa y, tal vez divertido, tal vez resignado, alentó la conversación:

—Te harías un favor si entendieras que el mundo tiene que avanzar y que cada vez se te ve más débil tu mano izquierda.

—Pues tu mano derecha tiene cachos y cola. ¿La ves, la ves?

Y, casi en un acto de títeres, dobló la mano con gestos terribles hacia el de sombrero y hacia el otro, el de cabeza rapada, que hasta ese momento solo había pronunciado las tres palabras que daban nombre a su comida.

—Estás más triste que todos los días —dijo el de los lentes—, y la tristeza te pone feo, muy muy feo.

—No lo molestes. Hoy está en día de silencio; ya sabemos que a veces le sucede.

—Solo estoy cansado —objetó el de la cabeza rapada.

—Deja el cansancio para la tumba, que está que nos llega —sentenció el de los lentes.

El de la cabeza rapada se estremeció. Era verdad que estaba por llegarles. Esperaba que él fuera el primero, porque esa noche tenía ganas de morirse. Pero no dijo nada. Con el tenedor atrapó un pedazo de pollo y lo meció en el aire, mientras el de sombrero hablaba:

—Ideas como las tuyas nos tendrían todavía colgados de los árboles. Hay que ir siempre en pos del progreso.

— ¿A costa de quién? ¿Mía? ¿De mis hijos? ¿De mis nietos? —alzó la voz el de los lentes al tiempo que dejaba caer la mano cerrada sobre el único espacio que quedaba en la mesa.

Mis nietos —pensó para sí el cabeza rapada—. Y su mente se fue detrás de los ojos de unos nietos lejanos, hijos de unas hijas que se habían alejado porque su mujer hacía mucho se había ido de su lado. Sintió ganas de llorar pero las contuvo con un trago de su cerveza. Se preguntó qué sentido tenía estar ahí, cada miércoles, envuelto en discusiones absurdas sobre asuntos que nadie podía resolver. Miró al de los lentes, que comía con la boca abierta un trozo de pescado, al tiempo que trataba de convencerlos de las negras intenciones del capitalismo, mientras el de sombrero, con su sonrisa de audaz timador escuchaba y contradecía, solo para no perder la chispa de la conversación. Los dos llegarían a casa y alguien les abriría la puerta. Sintió dolor y nuevas ganas de llorar ante su condición de abandonado de los cielos.

—Voy al baño —dijo—, pero su voz se diluyó entre el estruendo de las voces de los otros.

Cruzó de lado a lado el café, bajó las escalas y esperó a que el baño quedara libre.

Un tipo joven salió y el cabeza rapada se metió al pequeño cuarto, puso el seguro y se quedó parado frente al espejo. En verdad tenía ganas de morirse. Ya otros días había sentido lo mismo, pero algo lo sacaba de la idea como por arte de magia. Esperaba que la magia llegara esa noche, pero un silencio atroz era la respuesta. Todavía de pie, sacó de su bolsillo un lapicero y tomó una servilleta de papel. Con letra temblorosa escribió: “me quiero morir” y luego de mirarla con terror la dejó encima del surtidor de servilletas. Se lavó la cara con el agua fría que salía del grifo, se sonó la nariz y sacudió la cabeza, como queriendo sacudirse los demonios. Salió del baño, donde ya había dos esperando para entrar, cruzó el café de vuelta a la salida y se sentó otra vez.

—¿Hay algún conocido adentro? —preguntó el de sombrero.

—¿Una mujercita bella, por lo menos? —dijo el otro, levantando el vaso con fervor.

—No hay nadie —respondió el interrogado, con un gesto tal que los otros dos no tuvieron más opción que esconderse detrás de los tenedores y fingir que comían para evitar caer en un incómodo silencio—. De verdad estoy muy cansado. Me voy ya.

—No hay afán, hombre —dijo el de los lentes, en tono apacible—. Está temprano y la noche está fresca, sin peligro de lluvia.

—Si está cansado, es mejor que se vaya a casa —opinó el de sombrero, sin levantar la cabeza, realmente fastidiado con el estado de ánimo del amigo—. Ya mañana el día le pondrá una cara más amable.

El cabeza rapada hubiera querido que insistieran más en la petición de que se quedara. No quería irse, aunque no quería continuar sentado, oyendo dos monólogos que se alternaban. En lo profundo, sabía que tenía miedo de estar solo porque desde hacía tiempo las ganas de morirse eran demasiado intensas. Pocas veces había sido bueno en el arte de la conversación y en días así la cosa se ponía peor. Quería decirles que lo retuvieran, que le hicieran preguntas, que le hablaran aunque solo fuera para darse cuenta de su tristeza. Pero no sucedió. Los amigos aceptaron de muy buena manera su partida. El tema se había puesto candente cuando pasaron de los monopolios a los políticos y de allí a la pederastia, total que no estaban muy interesados en las penurias del otro.

—Nos vemos la semana próxima —dijo el de los lentes, levantando de nuevo el vaso, que ya empezaba a quedarse vacío.

—Levanta esa cara, hombre —fue la despedida del tipo de sombrero.

—Nos vemos. —Y se marchó.

Empezó a caminar con tanta lentitud como le fue posible, esperando que alguien en el baño leyera lo escrito en la servilleta y lo conectara con su cara desahuciada. Que preguntara a los amigos dónde estaba y corriera tras él para darle razones, ilógicas todas, para querer vivir. Los pies apenas se despegaban uno del otro mientras se alejaba del café. Pero como no dejaban de moverse, minutos después estaba dando vuelta a la esquina y el ruido del café se iba muriendo poco a poco, entre el bullicio de los demás lugares.

Las imágenes de siempre llegaron: recordó a su esposa en los años de antes de la separación, cuando el mundo era todavía un sitio habitable. Vio a sus hijas creciendo lejos, educando a unos hijos sin un abuelo que sirviera de alcahueta a sus deseos. Vio pasar su oficina, refugio que se vino abajo cuando llegó la hora de su jubilación. Pensó en los amigos parlanchines, manoteando y bebiendo cerveza en el café… Cuando alzó los ojos se dio cuenta de que ya había pisado el primer escalón para subir el puente. Se dio vuelta y se detuvo allí un largo rato, sin preocuparse de dos que vigilaban su reloj desde arriba. Hizo un esfuerzo extremo para alzar la cabeza, tratando de abarcar más espacio con la mirada. Nadie venía tras él. Suspiró y lanzó dos o tres desolados insultos al aire. Dio la espalda y empezó a subir. Pasó junto a los presuntos bandidos con total descuido y estos, sin ninguna razón válida, lo dejaron seguir. En verdad era una bonita noche. No llovería. Mala suerte. Alcanzó la mitad del puente y se detuvo de nuevo para mirar hacia las calles que había dejado. Hasta las sombras de los árboles estaban quietas. Esperó el cambio de la luz unos doscientos metros adelante y cuando estuvo seguro de que no fallaría, se lanzó.

En la mañana, la mujer del aseo recogía los desastres dejados en el baño por los clientes del café. Sacudió el dispensador y tomó la servilleta. La leyó con desgano. “¡Borrachos!” fue todo lo que dijo.