Samuel Vásquez
Samuel Vásquez | Javier Gómez Álvarez | Renaud Baillet
Me he vuelto un hombre casi corriente
Renuncié a la alquimia. He tirado al fuego las recetas mágicas. Olvidé los conjuros, los exorcismos. Dejé los sortilegios. La brujería, los amuletos, las hierbas, las sopas, los hice a un lado. También las oraciones negras, las aguas ponzoñosas, los humos envolventes. He renunciado a la Noche.
Ahora trabajo para Alguien. Para Alguien que conduce mi mano. Que conduce mi mano –invisible y decididamente– hacia el fracaso.
Un fracaso que sabe del silencio, de la opacidad, de la moderación, de la autenticidad. El éxito, en cambio, mata toda rebeldía, humilla toda discreción y se exhibe en la pasarela inane de la presunción.
El fracaso abraza todas las palabras, todas las dudas. El éxito nada pregunta, dicta sus fallos.
El fracaso sabe disentir, romper, cambiar. El éxito se repite sin pausa en el clamor, en el aplauso.
Hay lujuria en el éxito. Hay amor en el fracaso.
Lo que nunca imaginé fue que el fracaso sería más difícil que cualquier triunfo. En ocasiones los triunfos acuden sin ser llamados, se apoderan de nosotros sin advertencia previa. Al fracaso hay que insistirle, perseverar, seducirlo.
El éxito abre puertas. El fracaso nos guarda en nuestro propio ser.
El fracaso lleva con decoro las mejillas rojas del pudor. El éxito ostenta las mejillas rojas del besuqueo de las buenas maneras y la urbanidad.
El éxito hace fila, el fracaso no. El éxito trepa, el fracaso camina a su aliento.
El fracaso no tiene amo ni servidumbre. Al éxito todos buscan traicionarlo, obedeciéndole.
Pero este fracaso mío no es un fracaso cualquiera. No. Es un fracaso grandioso. Lleno de vacío de victorias sobre otro, lleno de silencio de aplausos apagados, lleno de falta de reconocimiento social, lleno de ausencia de falsos abrazos.